- Revista Latinoamericana de Filosofía de la Educación - ISSN 2408-4751 5(9). 2018
Antecedentes Históricos legislativos vinculados a la educación en la República Argentina
Desarrollaremos en primer término algunas consideraciones que hacen al contexto histórico de la legislación.
Históricamente la modernidad es un período que se origina en el norte de Europa, al final del siglo XVII y del siglo XVIII y se caracteriza por el nacimiento de instituciones como el estado-nación, y los aparatos administrativos modernos. (Dussel, 1970, p. 93).
Algunas de sus características fueron:
1.La ruptura con el pasado referencial: la Iglesia, la Civilización romana y el Imperio Carolingio.
2. Superación de la manera cristiana como única forma de comprender la historia.
3. Surgen movimientos que marcan novedades en lo artístico, (música, letras, pintura), y en la filosofía, teología.
4. Se inicia un despertar del pensamiento humano, libre de toda escla- vitud intelectual.
5. Separación entre la fe y la razón.
Estas ideas sostuvieron un conjunto de valores sobre la base de los cuales se justificaron y sostuvieron una propuesta política y económica, la cual en el siglo XIX, tuvo una fuerte impronta en nuestras tierras, en el pensamiento de Moreno, Echeverría, Alberdi y de Sarmiento entre otros.
En nuestro país en el año 1880, se consolida la organización del Estado, con la designación de Buenos Aires como capital de la república.
Entre 1862 y 1880 tres presidentes se sucedieron en el ejercicio del poder, Mitre, Sarmiento y Avellaneda, cuyo legado más visible fue el afianzamiento del orden institucional de la república unificada y el intento del cambio de la estructura social y económica de la Nación. (Tedesco, 1993, p. 67-85).
El fomento del proceso inmigratorio para poblar el país, la idea de desarrollar la industrialización y el trabajo en el campo para consolidar una nación fueron los motivos que primaron en ideario de Sarmiento a utilizar a la educación como una herramienta para lograr esos fines.
Proceso Inmigratorio y la incorporación de los valores de la modernidad
En el año 1853, e inspirados por las ideas de Alberdi, se sancionó la Constitución, la cual en su artículo 25 decía: (basado en la letra del Preámbulo),”El gobierno Federal fomentará la inmigración europea y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”.
Basadas en estas premisas la dirigencia política porteña comenzó a fomentar el ingreso de inmigrantes a los que se les ofrecía facilidades para su incorporación al país, pero sin garantizarles la posesión de las tierras de acuerdo lo que estableció la ley de colonización de año1876.
La necesidad de la Argentina de integrarse al Mercado Europeo, de poblar la inmensidad de su territorio y la de emplear mano de obra como consecuencia del proyecto de expansión del sector agropecuario, e industrial fue la política pensada por la “generación del 80”, con el objetivo de transformar el país a la imagen norteamericana y europea (Tedesco, 1979, p. 79-80).
Para incorporar esta nueva constelación de valores de la modernidad que era diferente y en algunos casos contraria a la reivindicada por la tradición social, española, y adaptar al migrante para su integración con los nativos y fomentar la cultura del trabajo disciplinado se requería un agente portador de esta nueva definición civilizatoria.
La escuela fue el instrumento que eligió la modernidad en Europa para incorporar en la población este conjunto de valores “civilizatorios” (Tiramonti, 2011, pp. 10-11).La idea del progreso a la cual estuvo asociada al valor del ahorro, del esfuerzo personal, del sacrificio presente en favor de un logro futuro y la valoración del conocimiento científico como la llave para dominar la naturaleza, impregnaron la propuesta pedagógica de la modernidad, a la cual adhirió Sarmiento
Además la Constitución del año 1853, para alcanzar un nivel de educación de carácter homogéneo e integrador entre los nativos e inmigrantes, estableció en su artículo 5 que: “cada provincia dictará para sí una Constitución bajo el sistema federal y republicano, de acuerdo con los principios, derechos y garantías de la Constitución Nacional, y que asegure la instrucción primaria de sus habitantes. (Dalmazzo, 1998, p. 417). Mientras que en el artículo 14 señala: “todos los habitantes gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio, a saber: “....de enseñar y aprender...”.
En el artículo 67 describe como atribución del Congreso Nacional el de: “proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de las provincias, y al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria. (Dalmazzo, 1998, p. 517).
En nuestro país, el instaurador del modelo de la escuela moderna fue Domingo Faustino Sarmiento. Influenciado por la pedagogía anglosajona, trajo a la escuela primaria, el culto por la educación popular, la confianza en la acción educacional y el uso del libro.
Se basó también en el pensamiento de la educación de Herbert Spencer, autor que a fines del siglo pasado XIX fue la fuente doctrinaria de la mayoría de nuestros pedagogos. Las escuelas normales, formadoras de los maestros orientadas en sus comienzos por educadores norteamericanos, fueron las que más directamente sintieron esta influencia que, naturalmente, repercutió en nuestra escuela primaria. (Solari, 1991, p. 159).
Sobre la instrucción pública, Sarmiento sostuvo “…que tiene por objeto preparar las nuevas generaciones en masa para el uso de la inteligencia individual, para el conocimiento aunque rudimentario de las ciencias y hechos necesarios para formar la razón”. Sarmiento aborrecía la cultura autóctona del país y las formas de desarrollo económico pre-capitalistas que encarnaban el gaucho y el indio. Certificaba que “…todos estamos de acuerdo sobre la ineptitud industrial de nuestras masas”. Bajo esta concepción la escuela debía ser el recinto donde se enseñaba la nacionalidad, los himnos patrios, las remembranzas y efemérides imprescindibles ante el aluvión inmigratorio fomentado. (Solari, op cit, pp. 180-182).
Los rituales escolares, los contenidos de enseñanza, y los programas fueron pensados como una forma de construir los vínculos de un sentimiento y formación de la nación, considerado por Sarmiento de vital para que la Argentina se insertara como Estado Nacional en el capitalismo mundial. Una preocupación de Sarmiento fue la educación de las masas, la superación de la barbarie previa al capitalismo y el ejercicio del control social por el disciplinamiento. Consignó así que “…las masas están menos dispuestas al respeto de las vidas y de las propiedades a medida que su razón y sus sentimientos morales están menos cultivados…”. Pero la promesa de la escuela moderna también estuvo presente en sus escritos, cuando sostenía que “…los rudimentos de una educación en las escuelas primarias son esenciales para adquirir destreza y habilidad como trabajadores, o consideración y respeto en las relaciones sociales y civiles de la vida…”. La escuela, a nivel social, fue portadora para el individuo de la civilización y de la promesa de progreso.
Estos conceptos son los que guiaron el espíritu de la ley 1420, de la cual realizaremos un breve comentario.
La ley 1420
Basada en esa ideología en 1884, se aprobó la Ley 1420 que regía la enseñanza primaria. La norma consagró la instrucción primaria obligatoria, gratuita y gradual. (Campobasi, 1956, pp. 18 -19).
Sarmiento, consideraba al pueblo argentino como un menor de edad al que hay que tenerlo bajo la tutela, y según lo plasmado en una de sus obras “Facundo” el campo y el interior del país poblado por los “gauchos” representan la barbarie (el estado de naturaleza Hobbesiano), en contraposición con la ciudad de Buenos Aires, ícono de la “civilización”.
En este punto observamos que Sarmiento se refería a la educación como un elemento para el progreso y sostenimiento de la Nación pero siguiendo el modelo de Buenos Aires, a la que no consideraba en términos hobessianos en estado de naturaleza, en sus ideas determinaba que era necesario integrar esas dos “maneras” de la vida del país para generar un estado fuerte, y evitar el estado de guerra., pero con el dominio político del nivel central porteño.
Por lo tanto la ley 1420 tenía como misión fundamental dar el marco jurídico necesario para formar a los ciudadanos con el objetivo de lograr una integración de la heterogénea población del territorio nacional, formando un estado moderno; ciudadanos orgullosos de la “Gran Nación Argentina”, obedeciendo a la “espada” de un poder central, a pesar de lo plasmado en la Constitución Nacional (“La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal” –art primero).
Consideramos que estas ideas reflejan el pensamiento intervencionista del estado expresado por Hobbes, al tener el mismo que garantizar una oferta educativa al alcance de todos los niños, que permita disciplinarlos y formarlos como futuros ciudadanos obedientes y capaces de poder integrarse al país y poder garantizar la paz y el progreso de la Nación.
Podemos observar que esta ley en ese sentido expresa también el pensamiento hobbesiano al considerar que la educación es un proceso ejercido bajo el signo de la obediencia, no bajo el valor de la autonomía.
La obligatoriedad como tal adquiría dos caras: la del Estado, de garantizar la existencia de una oferta educativa pública al alcance de todos los niños, que permitiera el acceso a un conjunto mínimo de conocimientos, también estipulados por ley y la de los padres, obligados a inscribir a sus hijos en las escuelas bajo la amenaza de sanción. Estas ideas siguen el pensamiento de Hobbes al expresar en el Leviatán que no hay que dejar al pueblo ignorante o mal informado porque con ello es fácil que los hombres sean seducidos o empujados a resistirle.
La formación de maestros, el financiamiento de las escuelas públicas y el control de la educación, tanto de gestión pública como privada, quedó en manos del Estado. Aquí vemos nuevamente lo plasmado por Hobbes, cuando considera a los maestros como ministros públicos y delegados del soberano.
Igualmente señalamos algunas particularidades que conformaron las ideas de los educadores argentinos al recibir influencia de autores de otros países no anglosajones.
De Francia recibimos el concepto de la formación del ciudadano, el principio de la limitación del Estado en el terreno de las ideas, (Rousseau) la tendencia a uniformar la instrucción pública, la sugestión del valor de la escuela primaria como elemento formador y transformador de la cultura popular, el principio de la democratización de la enseñanza y los principios rectores de nuestra política educacional. La gravitación de la pedagogía francesa ha sido importante en todos los ciclos de la enseñanza, particularmente en nuestra escuela media.
Menos decisiva ha sido la gravitación de la pedagogía de los demás países. De España —con quien reanudamos las vinculaciones pedagógicas después de Caseros— nos llegó, a través de las obras de eruditos como Pedro Alcántara García o de educadores laicos y religiosos, la información pedagógica que había sido vertida al castellano o estudiada por españoles. De Italia, cuya literatura pedagógica ha sido y es familiar a nuestros estudiosos, recibimos la influencia de los hombres del Resurgimiento, de sus positivistas y de sus idealistas. y de la gradualidad de la enseñanza. También a modo de cierre pensamos que el presente análisis no debe perder como punto de vista el marco histórico-social del país en las instancias que acontecen a la promulgación de la ley ya que consideramos un avance importante empezar a contar con algún criterio (más allá de las críticas que se pueden realizar para superarlo), que no contar con ninguno.
Una aproximación histórica a la
búsqueda de la buena enseñanza
Una genealogía de las formas de enseñar y De Sarmiento a los Simpsons: Cinco conceptos para pensar la escuela contemporánea.
Por Inés Dussel
¿Qué es una buena clase? puede ser una pregunta muy simple y fácil de responder, o muy compleja -según cómo se la mire-.
Podríamos decir, brevemente, que una buena clase es aquella en que los docentes enseñan, y los alumnos aprenden. Pero decir eso es decir mucho, y es decir bien poco, si no damos algunas otras precisiones sobre qué quiere decir enseñar, y qué quiere decir aprender. Para algunos enseñar puede querer decir transmitir contenidos difíciles y complicados, y que los alumnos los entiendan y los repitan, o se los apropien; para otros, puede querer decir crear un ambiente cálido, estimulante y agradable, donde todos se sientan a gusto para encarar su propia relación con el conocimiento.
Y podríamos seguir con infinitas variantes de estas líneas, y varias en el medio, sin que nos pusiéramos de acuerdo sobre qué es una clase.
Hay que decir, en primer lugar, por alguna extraña razón humanos queremos cada tanto la perfección en distintos ámbitos. Así como Umberto Eco habla de la búsqueda frenética de la “lengua perfecta”, hubo intentos diversos por encontrar la casa perfecta, la familia perfecta, la mujer perfecta, el hombre perfecto, y muchos otros “perfectos”…
Es que la perfección habla de la búsqueda de ideales, ylos ideales, como bien dice el psicoanálisis, son tan necesarios
como mortuorios, si no los dejamos a un lado a tiempo como para disfrutar de nuestra condición de mortales, falibles, imperfectos, con “agujeros”, con vaivenes, y también con pasiones y capacidad de aprender que nos permite crecer y abrirnos a lo que la vida nos depara.
La docencia es una actividad que tiene mucho que ver con los ideales: formar al nuevo sujeto, al sujeto crítico, autónomo, creativo, esperanza de la sociedad y puntapié del cambio social, fueronalgunos de los “modestos” objetivos que se planteó y se plantea la actividad escolar. Así, no tiene que sorprendernos que aparecieran en distintos momentos de la historia respuestas diversas a la pregunta sobre qué es una buena clase. Esas respuestas estaban fundadas en los saberes de la época, en los recursos disponibles, y en los ideales que se planteaban para la transmisión cultural.
Pero antes de hablar de qué es una buena clase, habría que detenerse en el segundo término, el de clase, para entender cuándo y cómo surge.
Hoy parece difícil pensar en escuelas sin aulas de clase, aunque sean multigrados o de grado único. Sin embargo, la idea de que los alumnos deben aprender en clases separadas, estructuradas en torno a un adulto que oficia de maestro, no estuvo siempre presente en la organización de las escuelas y de los espacios de aprendizaje. Si bien había expresiones parecidas en el latín, fue hace 300 años que empezó a hablarse de “clases” en el sentido
que hoy conocemos, y pasó muchos menos tiempo aún desde que los edificios escolares fueron construidos distribuyendo a los estudiantes en pequeños grupos acordes a la edad.
Según el investigador inglés David Hamilton, que rastreó el uso de la palabra “classroom” en lengua inglesa para referirse a la acción que sucede en el aula escolar, la idea de “clase” aparece en elsiglo XVI, cuando los renacentistas empiezan a renovar la educación.
En distintas experiencias educativas en Francia, Inglaterra, los Países Bajos e Italia, empiezan a difundirse los colegios como
instituciones formativas contra la anterior tendencia a educarse con tutores o en clases particulares. Es entonces, cuando aparecen instituciones con cientos de niños o jóvenes, que surge la necesidad de subdividir a los grupos para tener control y supervisión sobre ellos. Es decir, la idea de aula aparece, en primer lugar, por una necesidad burocrática y disciplinaria. Pero esos grupos todavía eran multitudinarios: la mayoría de las veces, las clases tenían más de 200 estudiantes en cada uno. Las “aulas” tal como hoy las conocemos surgieron en el siglo XVIII, conforme fueron apareciendo las escuelas elementales más pequeñas, y se necesitó agrupar a los estudiantes en grupos que fueran manejables, y en los que la instrucción por parte del adulto pudiera rendir más frutos en tanto podía seguirse el progreso de cada uno y podía
asegurarse más eficacia en la formación del carácter.
1 Esta noción de que la instrucción en contenidos era tan importante como laformación moral y la educación a través del ejemplo del docente, fue central para los pedagogos del siglo XIX, y definían en buena medida lo que se consideraba una “buena clase”.
En el idioma castellano, en los viejos diccionarios es posible encontrarlos términos de “aula” y “clase”, pero en referencia a la enseñanza universitaria. Así, por ejemplo, en el Diccionario de Autoridades de 1726, se dice que aula es “la estancia donde el Profesor o catedrático enseña a los estudiantes la ciencia y facultad
que profesa”. En la enseñanza básica o elemental, lo común era que el maestro enseñara en su propia casa o en espacios del municipio o eclesiásticos. Sólo en el siglo XIX se populariza la idea de que el aula es el ámbito de enseñanza a grupos diferenciados, generalmente por grupo de edad o por niveles de aprendizaje (los “grados”).2 La “clase”, entonces, se vuelve equivalente a un grupo homogéneo de estudiantes, y también a la situación de interacciónen la que un docente enseña y los alumnos, aprenden.
La práctica de la clase está enmarcada en un tiempo y en un lugar específicos. Sobre el espacio físico del aula, puede remarcarse su transformación de un lugar amplio e inespecífico a un espacio pequeño, que, al menos en teoría, fue diseñado para tal fin. A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, se suceden los tratados de arquitectura escolar que hablan de las dimensiones ideales del aula, la cantidad de metro cúbico por alumno (ya que importa no sólo la movilidad individual sino también la circulación de aire), la entrada de la luz (generalmente desde la izquierda, para no generar sombra mientras se escribe, que en esa época forzosamente debe hacerse con la mano derecha), y las características y disposición del mobiliario (que pasa de las gradas ascendentes a una disposición horizontal y en filas, para que pueda ser recorrida por el ojo vigilante y atento del docente). Sobre el tiempo, aparecen también regulaciones claras en relación a los confines de la jornada escolar. Si durante las primeras décadas del 1800 “todos los días serán días de escuela” (según dice el Reglamento general de escuelas de primeras letras de Madrid, 1825), con la organización de los sistemas educativos surge el calendario escolar, las vacaciones estivales, los recesos del fin de semana y los feriados escolares, y también la organización de un tiempo escolar corto: la semana y la jornada diaria. La jornada diaria comienza a tener horarios claros de entrada y salida, rituales laicos (ya no la oración religiosa matinal sino el toque de timbre y el izamiento de la bandera) y sobre todo la pluralidad de recreos que delimitan las horas de clase, y demarcan la frontera entre el trabajo en el aula y el juego en el patio.
Al mismo tiempo que se especifican las características de este tiempo y lugar que es el aula, comienza a prescribirse con más detalle qué debe suceder en su interior, y emergen perfiles distintivos de qué debe considerarse una “buenaclase”. Veamos, por ejemplo, qué opinaba Sarmiento de la enseñanza mientras era Superintendente de Escuelas de la Provincia
de Buenos Aires –que en aquel entonces todavía incluía a la ciudad-,en 1813:
“Comenzó el Sr. Sarmiento lamentándose de lo mal que se enseñaba la aritmética, así como de lo poco que se estendían (sic) los maestros en una enseñanza tan importante, citando algunos ejemplos censurables, y entre otros, el de haber encontrado niños que estaban en la regla de tres sin saber bien la tablade multiplicar. (…) Hizo luego una crítica sobre ‘la multitud de libros que los maestros piden a sus alumnos para la enseñanza, de lo que se producían quejas de los padres de familia.’
(…) Luego se quejó de los pocos niños que agrupa el 3er y 4to grados, estando tan recargadas las escuelas de los infantiles (1ero y 2do); censurando la conducta de los maestros que pasan la mayor parte de año dedicados a un número reducido de alumnos, fáciles de enseñar, sin atender a los grados inferiores, dirigidos, generalmente, por ayudantes jóvenes sin antecedentes en la profesión. Dijo que, sobre 18.000 niños,apenas alcanza en las escuelas elementales de esta ciudad el
número de alumnos de cuarto grado a SETENTA!”4 Frente a una situación tan grave en términos del abandono y la deserción escolar, Sarmiento cree que hay que mejorar los métodos de enseñanza. Para ello, propone la creación de Conferencias Pedagógicas, dictadas por egresados de las Escuelas Normales recientemente creadas, que darían clases modelo para luego abrir el debate con los docentes en ejercicio. Creía que de esta forma podía orientarse más concretamente a los docentes tanto sobre el manejo de los contenidos como sobre los métodos de mantenimiento
del orden y la atención en la clase.
Sarmiento y otros educadores de la época creían que esos modelos debían seguir al pie de la letra lo que dictaba la “pedagogía científica”, ese nuevo lenguaje y enfoque basado en el positivismo, que establecía ritmos, órdenes y secuencias, y que daba nuevas categorías para referirse a la actividad cotidiana del aula. La
promesa de encontrar la receta perfecta para dar la clase, para atrapar el conjunto de las interacciones que se dan en el aula y que nada quede librado al azar, y tampoco a la libre voluntad de los docentes, encontró un campo fértil en un sistema que necesitaba urgentemente métodos y formas de enseñar que garantizaran mejores resultados. Es la época del “reinado del ideal”, de la búsqueda de la perfección, de la voluntad de que la realidad se ajuste a la teoría y no a la inversa.
Pero pronto este enfoque científico empezó a ser percibido
como poco flexible, dogmático, formulaico y extraño a lo que necesitan docentes y alumnos. Y así fueron surgiendo
críticas y burlas a los maestros positivistas que seguían un credo pedagógico casi fundamentalista. Ernesto Nelson,
profesor, director de colegios secundarios y luego inspector general de esa rama, opinaba de esta manera sobre una de esas clases modelo dada por una maestra de la escuela normal.
“Se trataba de estudiar las fibras vegetales, y la maestra había convertido el aula en una verdadera exposición de materias primas. Distribuyó entre los visitantes presentes una exposición de ‘su plan’ (no el de los alumnos, añadimos nosotros) en que anunciaba que el método a seguir sería inductivo, deductivo; el sistema, oral; la forma, interrogativa-dialogada; el procedimiento, sintético- analítico; el modo, simultáneo-individual; los principios, pestalozzianos, obedecidos del primero al décimo; las ilustraciones, naturales, gráficas y verbales, y las facultades desarrolladas: la
atención, la observación, la percepción, la concepción, el juicio y el raciocinio. No podría, como se ve, darse nada más perfecto ,más moderno, más pedagógico, más ortodoxo.
Iniciado el bombardeo de preguntas y de respuestas, se vio bien claro que las ‘fibras’ iban a constituir algo así como el núcleo de correlación de una serie de ‘proposiciones arrancadas a los alumnos
con el pretexto de la observación’ a que se les forzaba. Tal fibra era gruesa; la otra, delgada; cortas y medianas. Unas eran
elásticas, otras no; unas eran rígidas, otras flexibles; tales eran
impermeables (…)
Entre tanto el pizarrón hacía su cosecha de palabras y de frases:‘maceración’, ‘elasticidad’, ‘la goma es elástica’, ‘el vidrio es
quebradizo’, etc.
El observador que, ajeno a la metafísica educacional, hubiera presenciado esa clase, habría comparado su situación con la de aquel a quien los árboles impedían ver el bosque. Todas aquellas experiencias inconexas (…) no formaban parte de esa experiencia mayor de algún propósito final, de ‘algún plan’. Ciertamente, la maestra nos había hablado de ‘plan’, pero el plan era exclusivamente suyo. Queremos decir que el plan (…) consistía en hacer decir a los niños tales y cuales cosas, en llenar la pizarra de tales o cuales frases, que la maestra había previsto de antemano. En aquel caos, el orden aparecía sólo
cuando se lo miraba desde el punto de vista de la maestra. (…)
Digo mal: había un plan, el de acertar, el de descubrir por el gesto la respuesta esperada, el de interpretar una inflexión, el de formular las proposiciones deseadas. Y no puede darse una educación negativa, más desastrosa, que la que fomenta el ejercicio de tal ‘plan’, por parte del alumno (…)”5
La crítica de Nelson no era nada inocente. Él también tenía en mente una “buena clase”, que oponía a la acción de esta maestra normal en su desesperado esfuerzo por complacer las reglas del buen método pedagógico normalista y positivista.
Para él, la actividad de los estudiantes era el elemento que determinabauna buena clase. Prefería que los estudiantes erraran, pero que el error fuera suyo y sólo suyo; de esa manera, podían avanzar
en un camino más propio hacia el conocimiento. Muchas de las opiniones de Nelson son parecidas a lo que hoy conocemos como constructivismo; en su caso, leía a los pedagogos de la escuela nueva, a Maria Montessori, a John Dewey, a Décroly, y abogaba por una enseñanza más flexible y democrática, por el centro en los
aprendizajes del niño y por la adopción de formas curriculares más interesantes. Cuando dirigió el Colegio Nacional de la Universidad de La Plata, creó el periódico escolar (¡en 1912!), un equipo de fútbol –convencido de que el deporte era una escuela de moralidad y de trabajo en equipo-, y planteó el estudio del sistema impositivo a través de entrevistas con funcionarios públicos, para educar a sus estudiantes en conocimientos ciudadanos.
El escolanovismo pone la actividad de los alumnosen el centro de la clase Típicas escenas de clase
en la escuela normal Hoy seguramente nadie se atrevería a sostener argumentos como los de la maestra normal que observaba Nelson, y menos aún cualquier cosa que sea tildada de conductismo o autoritarismo. Tenemos otros parámetros para dictaminar qué es una buena clase, con qué categorías debemos hablar de la actividad de los niños, y qué métodos están autorizados por la ciencia pedagógica. Sin embargo, si de algo sirve este recorrido por la historia, es para asumir perspectivas más humildes, y no por eso menos ambiciosas y bien intencionadas. La búsqueda del ideal no está mal, siempre que no aplaste la creatividad y siempre que permita ajustarlo a una escala humana, más balbuceante, más tentativa, menos perfecta, más abierta a lo que los demás humanos tienen para enseñarnos sobre nosotros mismos, sobre nuestras prácticas y sobre el mundo.